17.9.15

Pregunta y Respuesta - primera parte

Durante años dejé a la Pregunta de lado.
No es que no notara su presencia, imposible ignorar su vocecita insistente, su persecución incansable, y lo más molesto, su destreza para deslizarse repentina y delicadamente en situaciones donde por un maravilloso segundo todo parecía haberse detenido. Esos momentos cuando la Respuesta me miraba con seriedad y empezaba a abrir la boca para hablar conmigo... súbitamente interrumpidos para siempre.
Antes no era así. Durante gran parte de la vida fuimos muy amigas. Conocía todos mis círculos, se quedaba a dormir en casa -nos quedábamos hablando hasta altas horas de la madrugada-, eramos muy compañeras. Siempre se podía jugar a algo con ella, o encontrábamos la manera de divertirnos -lo reconozco- a veces a costa de la exasperación de los demás.
No sé en que momento empecé a cansarme de jugar siempre a las escondidas. De que siempre fuera ella la que ganara por más que yo corriera todo lo que podía, de que nunca me diera una mano con las cosas prácticas -no sabe nada de matemática, ni de cocina, ni de colectivos-. Me dí cuenta que la mayoría de las personas prefería no tenerla cerca, desaparecían cuando venía. Algunos me lo admitieron, otros incluso se animaron a aconsejarme que la dejara de lado. Quizá fuera que estaba creciendo.
De a poco consideré que su amistad no valía tanto la pena. Por el contrario, todo el mundo quería estar cerca de la Respuesta, y su simpatía también me encandiló a mí. Desde lejos, parecía siempre tranquila y reposada, pero cuando intenté acercarme ella cada vez se alejaba más, sin que se le cayera nunca su sonrisita de solemne autosuficiencia, que se le pegaba también a todo aquel que orgullosamente se proclamaba su amigo. Un día desapareció de mi vista, así que emprendí otra carrera, esta vez diferente. No parecía tanto un juego como una competencia por estarle cerca. Ella nunca aparecía, pero en su lugar me abordaban personas que prometían presentármela. Los seguía embelesada, encandilada, arrastrando conmigo a todos los que tenía al costado, manoteandolos, sin ni siquiera mirarlos, no importaba quien fueran, importaba que estuvieran dentro del camino.


La llama viva


Mamerto Menapace


"Había una vez un pueblo de luciérnagas. Habitaban la falda de un cerro, en medio de las espesura del bosque, con claros para sus juegos y matorrales para guarecerse durante los días de tormenta.
La población tenía dos variantes: una llevaba las luces cerca de sus ojos y las mantenía permanentemente encendidas. Eran las tacas, o tucos. La otra, en cambio tenía su luz en el vientre pudiendo encenderla o apagarla a su gusto. Esta variedad constituia la mayoría. Se los llamaba simplemente bichitos de luz. En las noches tibias de verano su resplandor podía verse desde lejos y su fosforescencia iluminaba todo el pueblo.
Muy lejos de allí, del otro lado del valle oscuro y misterioso, brillaba otra luz. Lejana, y sin embargo tremendamente presente, aquella luz parecía tener vida propia. No era de la misma calidad que la de los demás bichos.
Era una luz viva. Aunque permanecía siempre en el mismo lugar atraía poderosamente la mirada y hasta la curiosidad de nuestro pueblo de diminutas luminarias. Su existencia y el misterio de su brillo en las noches tenía intrigadas a todas las luciérnagas. Habían surgido varias teorías para explicar su existencia. Algunas se basaban en el miedo. Otras se burlaban de ella llegando hasta faltarle el respeto. Muchos la veneraban, víctimas de un extraño embrujo , se reverenciaban ante ella como se reverencia lo desconocido, pero misterioso y fascinante. En todo caso, nadie la podía negar. Salvo los miopes o los ocupadísimos. Aunque también estos en las noches oscuras previas a las tormentas se veían obligados a reconocer su existencia.
Alguna vez había que tomar una decisión.
Entonces se convino en convocar a una asamblea general. Allí se discutió, se aventuraron hipótesis nuevas tratando de conciliar posturas irreductibles. Pero nadie quedó satisfecho. Quizá lo único que quedaba en claro era que alguien tendría que arriesgarse y traer respuestas acerca de la luz.
Varios propusieron a varios. Finalmente se levantó la luciérnaga más inteligente. Ella iría a ver, y luego contaría la verdad. Sólo pedía que, para posibilitar su retorno, la noche del regreso todas tuvieran sus luces encendidas al máximo. Como era inteligente temía extraviarse en el tenebroso valle intermedio.
Y partió. Con la vista clavada en su objeto fue fácil orientarse. Atravesó la oscuridad, dándose cuenta de que cada vez ésta era menos densa a medida que se acercaba a la luz. Y llegó. El amplio ventanal de un castillo estaba abierto ante ella dando entrada al gran salón en cuyo centro ardía un enorme cirio. El resplandor era tan intenso que tuvo que cerrar los ojos para no quedar deslumbrada. Con gran precaución comenzó a volar en derredor de la llama a la máxima distancia posible, pegada a las paredes del lugar. Su asombro crecía a cada instante, Realmente aquella luz era maravillosa. No solamente brillaba, como lo hacían las luciérnagas, sino que alumbraba y deslumbraba. Su riqueza de luminosidad era tan grande que se derramaba sobre cada objeto y lo convertía en brillante. Todo parecía participar del regalo de esa llama y ella recibía sus formas y sus colores.
Con los ojos llenos de aquel espectáculo, retornó al pueblo. Al principio se orientó por la memoria, pero, poco a poco se le fue haciendo visible el resplandor de sus hermanas que alumbraban el regreso. A su llegada contó con lujo de detalles todo lo visto. Había quedado embelesada por aquella luz tan rica que se derramaba sobre todas las cosas y permitía verlas, distinguirlas, reconocerlas. Respondió a todas las preguntas que le hicieron y lo único que logró fue aumentar en su pueblo la fascinación y el ansia de conocer en profundidad la verdad de aquella luz. Porque ella sólo había visto. No había tocado, no había sentido, no podía decir nada, en verdad, sobre la luz misma. Sólo podía informar sobre sus efectos.
Se hacía necesario insistir. Y esta vez se ofreció la más corajuda.
Orientada como su amiga sobrevoló el valle tenebroso poniendo proa hacia el castillo. Entró por el ventanal y luego de imitar a su predecesora, hizo alarde de su coraje y comenzó a acercarse a la llama. Comenzó a sentir su calor. Constató que le comunicaba vida, fuerza, energía. Se sintió revitalizada y con nuevos bríos. Se le fue el frío que traía de su largo vuelo. Le pareció renacer. Y llena de alegría por su descubrimiento, se lanzó hacia la oscuridad de la noche rumbo a su pueblo que la esperaba ansioso.
Su llegada conmocionó a todos.. Su entusiasmo era tal que ella misma parecía hacer partícipes a sus compañeras de aquello que había logrado asimilar de la Llama Viva, fuente de calor y energía. Casi no necesitaba explicar lo sucedido. Se diría que ella misma irradiaba lo vivido. Y esto, en vez de calmar la ansiedad y la fascinación de las luciérnagas, terminó por plantearles con fuerza inusitada la pregunta:
-¿Quién es esa luz?
A esta pregunta la corajuda no podía responder. Ella podía hablar de los efectos sentidos, del calor y de la vida. Pero no tenía experiencia de la llama misma. A pesar de su coraje no se había animado a tocar. Temía entregarse a algo desconocido y que podría haberla consumido...
Pero la pregunta estaba planteada y había que responderla. ¿Quién se ofrecería?
En medio del silencio se sintió una voz chiquita y arrobadora. Era la de la soñadora.
- ¡Voy yo! -dijo sin dudar.
El asombro fue mayúsculo. Nadie la tomaba en serio en el pueblo de luciérnagas. Tenía una imaginación tan frondosa! y un lenguaje tan fantasioso, que cuando quería explicar algo nadie le entendía. ¡Vaya a saber qué explicación traería a su regreso!
Pero su deseo de volar era tan grande y su voluntad tan inquebrantable que partió, fascinada por la luz. Entró por el amplio ventanal con los ojos dilatados clavados en la Llama Viva. Y se dejó seducir. ..
Desde el lejano pueblo se vio un instantáneo, pequeñísimo estallido de luz. Y allá se quedó ardiendo, unida para siempre a la llama que no consume, asume.
Nunca regresó para llevar respuestas. Se quedó allá generando preguntas.
Desde entonces en el pueblo de luciérnagas se sabe que algo de ellas les manda mensajes de luz desde la Llama Viva.
Entre ellas sigue habiendo inteligentes y corajudas. Y seguramente seguirá habiendo soñadoras."


25.8.15

La taza

La taza blanca reposaba sobre un mantel, con una serenidad orgullosa que ignoraba la fragilidad de su constitución. La luz del sol, caminando desde la ventana del comedor le arrancaba suaves destellos transparentes que matizaban su pulcra superficie, mientras una cuchara hacía bailar al café dulzón y remolonero que se arremolinaba en su interior. 
Una mano cruzó la mesa y tomó con delicadeza la delgada manija que colgaba como un rizo firme desde su borde superior, acercándola con rigidez hasta unos labios muy coloridos que se apretaron contra ella, y que al despegársele dejaron detrás suyo una mancha roja y pegajosa. Enloquecida del espanto, la taza deseó restregarse por todo el mantel con tal de deshacerse de la blasfemia del pegote que apagaba su resplandor. Por eso en un primer momento se relamió con coquetería cuando sintió unos dedos regordetes frotando su costado con alevosía. Pero en el mismo instante en que se le ocurría que en realidad ese contacto era demasiado brusco, y el anhelo por quitar la mancha resultaba desmedido, las manos que la sostenían se enredaron en su intento por devolverle su intachable blancura, los dedos presurosos tropezaron entre sí, y la tacita rodó por la mesa antes de alcanzar el suelo, ya sin ninguna parsimonia. Su elegancia se desparramó por el piso junto con el café, al tiempo que un aullido de disgusto y sorpresa interrumpía el murmullo que hasta ese momento rellenaba el desayuno dominguero.
Y como el descontento por el mantel empapado asumió el rol protagónico del incidente, el borde cascado de la tacita caída quedó relegado a un segundo plano. Entre correteos por restaurar lo más rápido posible la tranquilidad de la escena, alguien reparó con irritación en el borde discontinúo y ocultó desdeñosamente a la taza arruinada en una estantería. 
Mientras las puertas del mueble se cerraban detrás suyo, dejándola a oscuras, manchada por fuera y por dentro, lastimada, sin reparación y relegada al olvido, la taza no dijo palabra. 
Tras años de quietud y silencio se olvidó primero de la luz y después de sí misma. Solo el creciente polvo atestiguaba su lento envejecer solitario, en ese estante donde el tiempo y el espacio se pisoteaban el uno al otro, anulando la historia de la taza, confundiéndola con la oscuridad. La amargura de aquella estantería fue larga, pero no podía durar para siempre. Algún día la luz iba a llegar hasta aquel interior solapado, desplegando el espacio, trayendo devuelta al tiempo. Las puertas se abrieron -¡por fin!- de par en par, en un movimiento unánime y creador. La taza volvió a ser la taza en el instante en que una mirada curiosa se detenía sobre ella. Sin esperarlo, fue sostenida por manos que hicieron caso omiso al polvo gris de su superficie. Le parecieron incómodos esos dedos que con suavidad y firmeza trataban de rejuvenecerla. De pronto se sintió invadida, evaluada. Recordó su rotura, su incompletitud, y quiso volver al estante oscuro para olvidarse otra vez de si misma, para no sufrir tal vergüenza. Estaba convencida de que esa interrupción de su soledad no podía estirarse mucho más, pero volvió a sorprenderse cuando cayó en la cuenta de que ese momento se prolongaba, y ella seguía sin ser devuelta a su lugar. No le quedó otra opción que animarse a sentir el abrazo de aquellas manos, y volvió su atención al que la miraba. Un niño la había alcanzado, estirándose para hurgar en aquel estante. En sus ojos se reflejaba ese el respeto que saben guardar algunas personas por aquellas cosas en desuso portadoras de historias viejas y desconocidas. Esa mirada quería desentrañar el valor olvidado de la taza. Ilusionado por su pequeño descubrimiento, el niño la sumergió bajo el grifo de agua. Lavó todas sus manchas e incluso fregó su herida. La taza, anteriormente incómoda y esquiva, ronroneaba mimada por la suavidad de un repasador, acunada por esas manos que la hacían intuir su valor, sin poder creerse dueña del brillo y la blancura recuperados. Y en el momento en que –agradecida- deseaba tener algo de sí para darle a quien la había salvado, este la llenaba hasta el borde con agua fresca y sumergía en ella una flor que se alzaba más allá de su borde lastimado, perfumando toda la cocina.



Victoria

Comunicación trexiana

-¿Entonces nos buscas a las 9?
-Sí, dale.
-Te noto... ¿medio mala onda la trexis?
-Mmm... no. No, no. Mala onda no.
-¿Entonces?
-Es que estoy en modo práctico la trexis, quiero seguir leyendo.
-Ah, bueno bueno, te amo la trexis. Seguí nomás.
-Yo también. Nos vemos en un rato, la trexis.


A la trexis nunca le gustó hablar por teléfono.
Y además los celulares se le pierden.
Y tampoco usa mucho la computadora.