25.8.15

La taza

La taza blanca reposaba sobre un mantel, con una serenidad orgullosa que ignoraba la fragilidad de su constitución. La luz del sol, caminando desde la ventana del comedor le arrancaba suaves destellos transparentes que matizaban su pulcra superficie, mientras una cuchara hacía bailar al café dulzón y remolonero que se arremolinaba en su interior. 
Una mano cruzó la mesa y tomó con delicadeza la delgada manija que colgaba como un rizo firme desde su borde superior, acercándola con rigidez hasta unos labios muy coloridos que se apretaron contra ella, y que al despegársele dejaron detrás suyo una mancha roja y pegajosa. Enloquecida del espanto, la taza deseó restregarse por todo el mantel con tal de deshacerse de la blasfemia del pegote que apagaba su resplandor. Por eso en un primer momento se relamió con coquetería cuando sintió unos dedos regordetes frotando su costado con alevosía. Pero en el mismo instante en que se le ocurría que en realidad ese contacto era demasiado brusco, y el anhelo por quitar la mancha resultaba desmedido, las manos que la sostenían se enredaron en su intento por devolverle su intachable blancura, los dedos presurosos tropezaron entre sí, y la tacita rodó por la mesa antes de alcanzar el suelo, ya sin ninguna parsimonia. Su elegancia se desparramó por el piso junto con el café, al tiempo que un aullido de disgusto y sorpresa interrumpía el murmullo que hasta ese momento rellenaba el desayuno dominguero.
Y como el descontento por el mantel empapado asumió el rol protagónico del incidente, el borde cascado de la tacita caída quedó relegado a un segundo plano. Entre correteos por restaurar lo más rápido posible la tranquilidad de la escena, alguien reparó con irritación en el borde discontinúo y ocultó desdeñosamente a la taza arruinada en una estantería. 
Mientras las puertas del mueble se cerraban detrás suyo, dejándola a oscuras, manchada por fuera y por dentro, lastimada, sin reparación y relegada al olvido, la taza no dijo palabra. 
Tras años de quietud y silencio se olvidó primero de la luz y después de sí misma. Solo el creciente polvo atestiguaba su lento envejecer solitario, en ese estante donde el tiempo y el espacio se pisoteaban el uno al otro, anulando la historia de la taza, confundiéndola con la oscuridad. La amargura de aquella estantería fue larga, pero no podía durar para siempre. Algún día la luz iba a llegar hasta aquel interior solapado, desplegando el espacio, trayendo devuelta al tiempo. Las puertas se abrieron -¡por fin!- de par en par, en un movimiento unánime y creador. La taza volvió a ser la taza en el instante en que una mirada curiosa se detenía sobre ella. Sin esperarlo, fue sostenida por manos que hicieron caso omiso al polvo gris de su superficie. Le parecieron incómodos esos dedos que con suavidad y firmeza trataban de rejuvenecerla. De pronto se sintió invadida, evaluada. Recordó su rotura, su incompletitud, y quiso volver al estante oscuro para olvidarse otra vez de si misma, para no sufrir tal vergüenza. Estaba convencida de que esa interrupción de su soledad no podía estirarse mucho más, pero volvió a sorprenderse cuando cayó en la cuenta de que ese momento se prolongaba, y ella seguía sin ser devuelta a su lugar. No le quedó otra opción que animarse a sentir el abrazo de aquellas manos, y volvió su atención al que la miraba. Un niño la había alcanzado, estirándose para hurgar en aquel estante. En sus ojos se reflejaba ese el respeto que saben guardar algunas personas por aquellas cosas en desuso portadoras de historias viejas y desconocidas. Esa mirada quería desentrañar el valor olvidado de la taza. Ilusionado por su pequeño descubrimiento, el niño la sumergió bajo el grifo de agua. Lavó todas sus manchas e incluso fregó su herida. La taza, anteriormente incómoda y esquiva, ronroneaba mimada por la suavidad de un repasador, acunada por esas manos que la hacían intuir su valor, sin poder creerse dueña del brillo y la blancura recuperados. Y en el momento en que –agradecida- deseaba tener algo de sí para darle a quien la había salvado, este la llenaba hasta el borde con agua fresca y sumergía en ella una flor que se alzaba más allá de su borde lastimado, perfumando toda la cocina.



Victoria

Comunicación trexiana

-¿Entonces nos buscas a las 9?
-Sí, dale.
-Te noto... ¿medio mala onda la trexis?
-Mmm... no. No, no. Mala onda no.
-¿Entonces?
-Es que estoy en modo práctico la trexis, quiero seguir leyendo.
-Ah, bueno bueno, te amo la trexis. Seguí nomás.
-Yo también. Nos vemos en un rato, la trexis.


A la trexis nunca le gustó hablar por teléfono.
Y además los celulares se le pierden.
Y tampoco usa mucho la computadora.