11.3.13

Ancianópolis


A veces me pregunto si seré súper pesada iniciando conversaciones con extraños que solamente quieren llegar a sus casas, pero sin embargo fueron muchas las veces en que terminé conociendo la historia de vida del anónimo pasajero de tren o colectivo que se sienta por casualidad -o quizás no tanto- al lado mío y pude compartir una pequeña parte de su dolor o por lo menos le saqué una sonrisa. Me estoy acostumbrando a sentirme cómoda conociendo desconocidos, y creo que es un hábito particularmente contagioso y fácil de adquirir teniendo en cuenta que las demás personas en el vagón no son solo masas orgánicas corpóreas.
Así fue como una noche lluviosa me encontré con Roberto y su silla de ruedas en la estación. Resulta que vivía el geriátrico de la vuelta de casa, y se iba a mudar en pocas semanas para Uruguay. Ese hogar no tiene muy buena fama, y de afuera siempre me pareció un poco abandonado. Le conté que Juampi y algunos de los chicos quisieron ir a dar una mano, pero no los dejaron entrar. Dijeron que para empezar a visitar a los abuelos regularmente teníamos que pedir un permiso especial en la municipalidad, algo super burocrático y denso. Roberto me dijo resueltamente que no querían que entremos porque no quieren a nadie rompiendo las bolas cuando las enfermeras y demás empleados roban todo olímpicamente.
Le pregunté si estaba seguro, y empezó a largar una catarata de razones por las cuales esas personas son una porquería: Enfermeras que se quedan casas de pacientes, muebles y ropa que desaparecen de un día para el otro; se robarían hasta el agua de los floreros, pero no pueden porque no hay ni una flor que aporte color en ese paisaje triste.
Roberto es un luchador de toda la vida, incansable. Me quedo con su historia y la garra que sigue poniendo. Quiso organizar proyectos para adentro y afuera del geri, pero nadie lo ayudó. 
Hace una semana más o menos fuimos a visitarlo con La trexis y Juampi, sin estar seguros de si íbamos a poder entrar, solamente con un nombre y número de pabellón. Sin embargo después de que me pidieran mi nombre y documento, el señor de la puerta se dio cuenta de que nunca habíamos ido y amablemente nos indicó donde estaba mi amigo. 
-Si quieren recorrer un poco, vallan hasta la plaza principal por esta misma calle doblando para la derecha, la que tiene el mástil, y van a ver que se bifurcan tres caminos, agarren el de la derecha y van a ver una subida, crucenla nomás y el último de aquel lado es el Cinco. 
Por esas indicaciones parecía que estábamos a punto de entrar a un bosque. Pero por suerte podíamos entrar nomás.
Al principio me sentí un poco perdida, lo que no es una sensación nueva para mí, pero en La trexis suele ser preocupante.
El paisaje es casi surrealista, de verdad hay una plaza con un mástil gris y sin bandera, cercada por árboles. Calles vacías, edificios muy viejos y medio destartalados. Recién al acercarnos un poco a los pabellones empezamos a ver personas. Viejitos sentados lejos unos de otro, cada uno en la suya, y rematando la escena un par de kioscos.
-Ah bueno, ¿¡También hay kioscos acá adentro?!¿Por qué?
-Mirá, dice "cargas móviles"
-Esto es Ancianópolis, casi como en Los Juegos del Hambre. Ah, no, era en Traición, otro libro malísimo...
Finalmente llegamos al Cinco. Ubicamos fácil a un enfermero en una sala con masomenos treinta abuelos sentados mirando la tele, casi todos fumando. ("¡Estaban fumando y la sala decía Prohibido fumar"!) Cómo la mayoría estaban de espalda, y yo ya estaba dudando de poder reconocerlo, le pregunté dónde estaba Roberto.
-¿Roberto?-me dijo extrañado.-¿Habrá algún Roberto por acá?
Llamó a otro enfermero que tampoco estaba seguro.
-¡Roberto!¿Hay algún Roberto acá?-preguntó a todos en general.
Empezaron a debatir con un par de viejitos más cercanos quién podría ser Roberto hasta que uno se acordó que ya se había ido. Le dijimos a los enfermeros que le avisaran que habíamos pasado por ahí cuando volviera a buscar sus cosas.
Saliendo otra vez al pasillo, La trexis con una punzada de dolor psicosomática en un costado, nos sentamos a charlar con Euge, una señora que está ahí desde hace trece años.
Sí, hay kioscos porque la comida es horrible. El que puede, se compra ahí mismo. El que no, se embroma.
Si, se puede fumar tranquilamente. Es más, la enferma les convida puchos.
No, la gran mayoría no tiene familia, porque como dijo Euge "No tengo familia, pero si tuviera una familia que me quisiera no estaría acá". Capaz pienso un poco diferente a esta viejita triste pero simpática, porque vimos un par de familiares el tiempo que estuvimos ahí. Me parece que es gente que no cuenta con los recursos para tener a sus abuelos en otro lugar, o prefiero creer que a un buen número le pasa eso.
Pasados unos minutos se sentó con nosotros otra señora, y después cuatro más y un par de perros. No deja de asombrarme lo agradecido que alguien puede estar por tener a alguien pata charlar un rato y nada más. Juampi les preguntó si les gustaría que volviéramos y todas contestaron muy entusiasmadas.
Emprendimos la retirada con la alegría triste, o si se quiere ver desde el punto de vista optimista, una tristeza alegre de cuando queremos meter las manos en la masa para tratar de arreglar un poco algo que ya tendría que estar bien.
-Juampi, convocá a tus soldaditos de Dios... Esto es una guerra. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Y a vos qué te parece?