3.9.14

No consumirse, volver a encenderse

Los duendes del fuego

Simone Weil

El baile continuaba y continuaba... Los duendes daban saltos en su feliz zarabanda, más alto, siempre más alto. Los vestidos de luz se rozaban, rojos, amarillos, naranja dorado, proyectando a su alrededor destellos fantásticos. Danzaban, los duendes del fuego, sobre los leños crujientes y la madera cortada, danzaban con embriaguez, brincando y chocando entre sí. 
Danzaba, danzaba siempre, el pueblo feliz de los flogos, conducido por el más grande, el emperador, el Mégistos. Saltaban siguiéndole, deteniéndose a veces para besar sus pies ardientes.
Danzaba, danzaba siempre, el pueblo de almas cándidas, de las almas de los niños que no han nacido todavía; esperando su turno para llegar a ser humanos, los duendes se perseguían sobre los leños crepitantes.
De repente surgió un gran destello y todos lanzaron ardientes chispas: por encima del fuego llameante una llama había elevado su cabeza altiva. Y, entre el ruido crepitante, se escucharon estas palabras: Phaidros Mégistos estin, "Fedro es Mégistos [el más grande]".
Y la cabeza brillante de Fedro se iluminó de orgullo, mientras que todos, grandes y pequeños, le besaban humildemente los pies y le preguntaban: "¿Cuál es tu deseo?"
Él dio entonces la mano a su bella prometida, Crisé, con el vestido de oro, y danzó una órchesis, la danza más exquisita de los flogos, en la cual no se dintinguían más que torbellinos de llamas azules, rojas y doradas, donde el ojo no podía seguirlas, donde todos se confundían entre sí en una polvareda ardiente.
Repentinamente todo se volvió oscuro y una voz sollozante gritó crepitando: "¡Fedro Mégistos ya no existe!¡Fedro Mégistos ha muerto!".
La danza cesó, tan sólo algún que otro brinco rítmico, y todos dejaron allí sus colores brillantes y se pusieron sus ropas de duelo de un azul lívido. Lloraron silenciosamente lágrimas de oro.
Transcurrido algún tiempo, todos, salvo Crisé, se pusieron de nuevo a bailar, colocándose a la cabeza de los danzantes el duende Céfalo.
Pero por un instante, en medio de los estallidos de risa, pudieron escucharse sollozos desesperados. 
De repente cientos de chispas sollozantes se abatieron sobre los danzantes, lanzadas con tal fuerza sobre ellos que les obligaron a postrarse. Todos se pusieron lívidos de miedo. Cuando de golpe se vio tras un leño la cabeza del duende Cleto, el cual portaba el talismán de Fedro. Porque como bien sabéis, niños, todo flogo lleva bajo su ropa el talismán que le otorga su altura, su color y su belleza, y su robo está penalizado con la muerte.
"¿Ha robado el cadáver?", exclamó con horror Crisé abalanzándose sobre el leño. Pero las chispas la obligaron a recular.
Y todos, pálidos, escucharon el ruido de una lucha encarnecida. Repentinamente se elevó una sombra de un azul lívido, mientras que todos, con los ojos cerrados, exclamaron: "¡El fantasma de Fedro!". Cuando los volvieron a abrir, la aparición se había esfumado.
Todo el entorno se hallaba sumido en la sombra. Sólo las cenizas estaban rojas. 
Muy pronto, las chispas cesaron, y los flogos gritaron "Milagro", porque Fedro apareció más brillante que nunca. 
Emera, en efecto, lo había aturdido, pero no matado, y le había cogido su talismán. Cuando Fedro recobró el sentido, pelearon. Fedro, despojado de su vestido, debió huir un instante hacia el baile, pero muy pronto se arrojó sobre Emera y la degolló. 
Fedro se echó en brazos de su bella prometida con el vestido de oro (acto que representa la ceremonia de casamiento entre los duendes) y danzaron una órchesis endiablada, girando más deprisa que el viento, arrojando chispas, donde no se les podía distinguir, donde centelleaban, tras el velo de una polvareda de oro. 

-Traducción de Adela Muñoz Fernández-, Editorial Trotta. 
Simone escribió esto cuando tenía solamente 11 años. 

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